(1) "El llamado del dragón, Parte I" (2) "El llamado del dragón, Parte II"
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por Marc H. Wyman y Chris Bogues (traductor: Guillermo Luis Pereyra)Sección 1 / Sección 2 / Sección 3 / Sección 4 / Sección 5—De
todas las mazmorras de esta ciudad —murmuró el hechicero Barandas—,
teníamos que caer justo en ésta. Sentado
enfrente de él estaba Cornell de Cayaboré, que miraba pensativo la ridícula
rendija de ventana que tenían bien encima de la cabeza, que poco aire
dejaba pasar; seguramente, no alcanzaba a sacar el olor a desperdicios y
sudor, mucho del cual rezumaba de ropajes de cuero curado de thymbair, típicos
de un bárbaro sureño de Robhovard. Daban picazón, los ropajes, y ojalá,
pensaba Cornell, no hubiera elegido ese disfraz en particular para
presentarse ante Ceravin Tangrain, el rico mercader de Chazevo. Tangrain
era uno de los pocos comerciantes que operaban con mercancías de la
misteriosa tierra de Modayre, cuyos habitantes se destacaban en la
fabricación de artículos mágicos, algunos sencillos, como los
encendedores de lumbre o las antorchas mágicas, pero también armas
poderosas como el bastón de dragón. Sus
superiores del cuerpo de pilotos dragontinos de Cayaboré habían enviado
al joven a Chazevo para que se hiciera de uno de los bastones. Su disfraz
de Nych de los ryelneyd había sido excelente; tanto, que casi lo aceptan
como guardia de Tangrain. Hasta
que de repente la puerta se abrió de golpe y apareció su viejo amigo
Barandas, a la rastra de Demercur Ylvain, servidor de Darawk. Como
correspondía a su apariencia, Cornell intentó atacar al hechicero, en
especial para evitar que por su incontinencia revelara el nombre del
cayaboreano. Que haya sido la reacción adecuada al ver a un hechicero
todavía le carcomía el cerebro: era lo que correspondía, mas Tangrain
no lo vio así y expulsó a Cornell de su casa. —Todo
por tu guantelete —balbuceó—. Barandas
suspiró. —¿Vas
a volver a empezar con lo mismo? Mira, si hubiera
sido por mi guantelete, ¡no habría tenido que entrar allí a
robarlo! El
hechicero tenía razón, mas Cornell no estaba dispuesto a hacérsela
ganar. Otro poderoso artículo modayreano, un guantelete de la resurrección,
era la razón que había traído a Barandas a Chazevo. Siempre tras la
magia, el dinero o las mujeres (en el orden que mejor se adaptara a las
disponibilidades de la ocasión), Barandas había pensado robarlo. Al
igual que los bastones, no estaban en venta, ya porque lo prohibía
Modayre, ya porque Tangrain lo quería para él. No importaba. El
error de Cornell fue unirse a su amigo en ese robo. No era ladrón
profesional, y de Barandas se podía decir, como mucho, que era un lego
competente. Igualmente, había juntado herramientas mágicas interesantes,
lo que podría haber inclinado la balanza a su favor. Podría,
se recordó a sí mismo. Había estado en la mansión apenas media hora
cuando los apresó, Boragger, el jefe de guardia de Tangrain. El fornido
guardia les había apuntado con una bastón de dragón, y no se discutía
con un arma que disparaba rayos. Y
ahora estaban atrapados en las mazmorras del hogar de Tangrain, o, para
utilizar una expresión quizá más acertada, fortaleza. De entrada,
Cornell se había preguntado por qué seguían vivos. Barandas, desde
luego, jamás se había molestado en ideas tan taciturnas. —Hemos
salido de líos peores —dijo confiado, antes de fijarse si podía hallar
algo de comer en la celda, mientras Cornell había probado la cerradura,
todo barrote y piedra de la pared, en vano, tras lo que ambos se sentaron
a la espera de lo iría a suceder—. Y
bastante pronto algo sucedió. —Parece
que la búsqueda de fama se pinchó rápido, bonito —dijo una voz
femenina, con un timbre encantador que, de inmediato, hizo latir más
fuerte el corazón de ambos hombres—. Barandas
salió volando hacia los barrotes, para agrandar los ojos ante la magnífica
figura que el metal de la puerta de la celda dejaba entrever. Apenas
llegaba al metro sesenta y cinco, y poseía un exquisito cabello castaño,
marco de un rostro que no necesitaba realzarse con maquillaje. Las curvas
de la mujer quedaban apenas ocultas tras la armadura de cadenas plateadas,
forjada con tal complejidad que parecían entrelazarse unas con otras y
tener la movilidad de la seda. Al
hechicero se le salían los ojos, que pugnaban por explorar cada centímetro
de la mujer, en tanto que Cornell tenía los labios tensos y la mirada
clavada en la rendija. —Sylasa
—murmuró al reconocer la voz de la guerrera ibrolleniana, que apenas el
día anterior lo había superado en el combate de lanzas, o mejor dicho,
había pulverizado su defensa, mas el cayaboreano rara vez se obsesionaba
por tales detalles; y también recordó el desafortunado comentario que
hizo al abandonar la mansión, sobre su fama, que un día opacaría la de
Tangrain—. —Sorprende
la rapidez de tu mente bárbara —dijo insípida Sylasa—. Bueno, Nych,
¿cómo esperas salir de esta trampa? Por
fin Cornell giró la cabeza y se vio atrapado una vez más por la belleza
de la ibrolleniana. Todos sus impulsos se apoderaron de su cuerpo, para
verse sometidos a una brutal represión mental. —No
espero nada —dijo imitando el acento bárbaro—. El futuro ya deparará
algo, y lo aprovecharé. ¿Eso es lo que deseas saber, mujer? Una
sonrisa fugaz se dibujó en los labios de ella, cual madre ante el hijo
convencido de que sus mentiras no quedarán sin discutir. —Oh,
claro que sí. Se
clavaron las miradas, carentes de sentimiento e impávidas como el hielo,
sin dejar de tener algo de furia. Barandas
frunció el ceño, miró a uno y otro, y de inmediato dijo: —Bueno,
¿en qué podemos servirle, señorita… Sylasa? Pasó
un momento antes de que Sylasa contestara, sin quitarle los ojos de encima
a Cornell. —En
nada, hechicero. Nych, los hombres de Tangrain pronto vendrán por ti. No
va ser agradable. Sé fuerte, bonita. —Sí. —Bien
—asintió ella con la cabeza, para después girar sobre sus talones y
salir de la vista sin decir otra palabra—. Cornell
cruzó las piernas, volvió a su expresión normal y volvió a mirar a la
ventana. La expresión del hechicero se volvió más severa al quejarse: —Por
las mareas de la magia, ¿qué pasa aquí, mi amigo? ¿Me perdí algo? —Sí
—respondió el cayaboreano—. —¡Que
te parta un rayo! Basta de este asunto del bárbaro; contéstame,
maldito... —se interrumpió Barandas, mirando con exasperación a su
amigo un momento, antes de suspirar y apoyarse contra la pared—. Lo
menos que podrían hacer es darnos de comer, digo —dijo por lo bajo a
nadie en particular—.
—Me
temo que no nos han presentado todavía —dijo el duende alto cuando
ataron a Cornell contra una mesa de granito dentro de una pequeña
habitación que olía peor que las mazmorras; tres guardaespaldas de
Tangrain daban la certeza de la carencia de esperanzas de escape para el
cayaboreano, los cuales, notó al pasar Cornell, tenían patentes
vestigios de sangre duéndica—. —Me
llamo Leur C’traeh —prosiguió el duende de pura cepa, al tiempo que
tenía un ligero temblor en las puntas de las orejas puntiagudas ante lo
que se venía—. La
tonalidad de su piel era azul fuerte, que contrastaba con el verde azulado
del cabello y los ojos almendra pintados de rosa oscuro. Tenía en ambas
mejillas un tatuaje idéntico, que para Cornell eran líneas oscuras sin
significado. —Seré
tu anfitrión en las próximas horas, mi estimado salvaje —continuó
C’traeh al tiempo que les hizo señas a los guardaespaldas para que
abandonaran el cuarto, y se sentó al lado de la mesa—. Vamos a tener
una buena conversación, sobre los tópicos más variados. Pero primero
dime algo: ¿eres de ascendencia duéndica? —inquirió, y sacó unos
objetos de un cajón que había debajo de la mesa, los colocó en una
bandeja empotrada en el granito, para después detenerse—. Oh, madre mía,
perdón —sonrió, y le quitó la mordaza a Cornell—. ¿Así está
mejor? Cornell
lo miró fijo. Pocas dudas tenía respecto de lo que tenía en mente el
duende. En realidad, pocos eran los duendes que ocultaban su deleite en
infligir dolor a los demás. Ni que hablar de la advertencia de Sylasa. —Ay,
querido —negó con la cabeza C’traeh—, estamos con pocas ganas de
contestar, ¿no, mi amigo? Bueno, vamos a ver… —y tomó uno de los
objetos que había en la bandeja: un estilete con una curvatura que daba
miedo, con el que presto desgarró la vestimenta de Cornell, y
milagrosamente no le tocó la piel, que quedó al descubierto y sobre la
que sentía un aire helado, algo en apariencia imposible en un sitio cálido
como Chazevo. El
duende escudriñó metódicamente el cuerpo del cayaboreano, extendiéndole
los dedos de las manos y los pies, para después levantarle los párpados
y “sumergirse” en las pupilas de Cornell. —Ah,
espléndido —por fin asintió—. Sí que eres humano, mi amigo. Ello
significa que puedo prescindir de los métodos especiales reservados para
los de mi raza. Algo bastante irritante, no sé si me entiendes. Al fin y
al cabo, mi pueblo es poco menos sensible al dolor que el tuyo. Bueno
—suspiró—, mejor comenzamos, ¿no? El
temblor de las orejas del duende se hizo más intenso. Dejó el estilete y
en su lugar tomó un conjunto de agujas cuyas puntas tenían un destello
oscuro y húmedo. —Bien,
mi buen Nych —dijo C’traeh blandiendo con suavidad las agujas, a la
vez que los músculos de Cornell se crisparon—, el problema es que el Señorito
Tangrain está contrariado porque uno de sus propios guardias, que, si
bien no le ha prestado juramento todavía, lo podría traicionar. Las
circunstancias te son muy poco favorables. Así que dime: ¿por qué viniste
con el hechicero? ¿Te enviaron por alguna baratija de las que hay aquí? Las
agujas se cernían sobre los ojos de Cornell cual águilas. El cayaboreano
se tensó, y clavó la mirada hacia adelante sin dirigirla hacia las
puntas oscuras. —Por
todos los cielos, eres verdaderamente obstinado. Bueno, no puede evitarse,
supongo. Una
aguja se clavó al lado del ojo derecho de Cornell, le rozó el hueso y un
dolor ardiente le recorrió el rostro, envolviéndole la cabeza en una
corona de llamas. —¿Y
bien? —se filtró entre el dolor la voz paciente del duende, resignado a
una larga espera antes de recibir respuestas—. Para
Cornell, la espera se iba a hacer mucho, mucho más larga.
Cornell
flotaba en la oscuridad. Manchones de rojo aparecían y desaparecían al
azar, bailoteando un momento para volver a desvanecerse. De a poco iba
recuperando la conciencia, con la que volvió el dolor, primero sordo, y
que, lentamente, se hacía más fuerte y amplio, igual que los manchones
de rojo que ganaban en prominencia. Tempestad…
Tengo que enseñarle a ese dragón un poco más de disciplina. Un día me
va a matar con sus juegos… El
rojo fluía encima de él haciéndole doler el cuerpo. Sus pensamientos
eran todavía inconexos, a la espera del momento en que el sanador lo
despierte. Llamarían al comandante de su escuadrón de los pilotos
dragontinos, Hyrochyll, para que se lo comiera vivo, seguido de inmediato
por el padre de Cornell, quien calmaría a Hyrochyll y lo haría salir de
la habitación, sólo para reprender a su hijo peor de lo que jamás podría
soñar el comandante. Cornell
ya esperaba las diatribas de su padre, que conocía bien a Tempestad, ya
que el padre del dragón corcel había sido su propio corcel diez años.
Ah, sí, eso... —¿Todavía
sigues vivo, bonito? Ahora
ésa no era la voz de su padre; de eso estaba bien seguro. De repente,
Cornell salió catapultado hacia la realidad, junto al dolor que se hacía
sentir en todo el cuerpo, peor que cualquier otra cosa que haya cometido
Tempestad. Tenía un recuerdo borroso de la “conversación” con
C’traeh, de preguntas mechadas con la sensación de agujas envenenadas
clavadas en la carne, mechadas a su vez con sus propios alaridos. ¿Había
hablado? ¿Había podido articular alguna palabra? —Por
si todavía estás vivo, te digo que C’traeh está enojado. Muy enojado.
Es algo para sentirse orgulloso. Siempre que puedas sentir algo aparte del
dolor. —Sylasa. El
nombre salió de acompañado de una tos de sus labios húmedos. ¿Sangre?
Apenas tuvo tiempo de pensar en ello cuando algo mojado y frío le tocó
los labios y le limpió la sangre. —¿Por
qué… estás… aquí? —Buena
pregunta —dijo lejana la voz de Sylasa—. Los hombres de Boragger
pronto vendrán a llevarte de nuevo a tu celda. Supongo que entonces será
el turno del hechicero. Peor aún. C’traeh descargará toda su bronca
con él. Es probable que el hechicero no dure más de media hora. Cornell
volvió a sentir dolores en la columna, como si el recuerdo se hiciera
nuevamente carne. Poco a poco, abrió los ojos. Encima estaba el mismo
cielorraso rústico, e, inclinada sobre él, la ibrolleniana. —No...
debes dejar que pase eso —dijo Cornell en un hilo de voz—. Tienes
que… ayudarme. —¿Sí?
—inquirió, con mirada fría y sus hermosos rasgos, impávidos cual
estatua de piedra—. ¿Por qué debo preocuparme del hechicero? O tú,
que encima eres un bárbaro salvaje. Cornell
dobló las manos. Y un fuego líquido le recorrió los brazos, y un gemido
de dolor se vio silenciado por otra tos. Volvió a tratar, esta vez con más
precaución. El dolor seguía, mas era tolerable. Más o menos. “Ahora el resto del cuerpo —se dijo—. Primero las piernas. Después los hombros. Levántate de la mesa. ¡Vamos!
¡Hazlo, Cornell de Cayaboré!” De
repente, Sylasa le apoyó las menos en el pecho. —No
—dijo ella—. No podrás pararte por lo menos una hora. Y hay varios
guardias en los pasillos a los que les encantaría cortarte en pedazos. No
tienes posibilidad alguna. —Ya…
lo oí antes —balbuceó, y movió las piernas para los costados,
apretando los dientes ante el nuevo dolor—. Tenía
la extraña sensación de percibir las piernas frías y lejanas, como si
no estuvieran conectadas al cuerpo. El flujo sanguíneo debe haberse
interrumpido en algún punto. “¡A
moverse!”, se ordenó a sí mismo, sin poder sentir si las piernas
respondían. Dejó
de sentir en el pecho las manos de la ibrolleniana. —Nych,
basta. No vas a ayudar al hechicero haciéndote matar. Un
poquito más, y ya tenía la pierna derecha casi fuera de la mesa. Un
poquito nomás… Listo! Ya la tenía fuera, medio colgada. “¡Ahora
a levantar el torso!”, se
dijo con aire triunfal, y tensó los músculos para… someterse al
tormento de convulsiones, oleadas de dolor que lo iban despojando de aire
una y otra vez. Ávido y dolorido, atrapaba el aire y se lo engullía con
rapidez. El corazón le galopaba al tiempo que miraba a Sylasa con ojos
humedecidos. —Ayúdame,
Sylasa —dijo con voz lastimera—. Por favor. No puedes dejar que…
pase esto. La
mujer le devolvió la mirada con calma. Había cierta chispa en sus ojos
marrones —¿o era apenas la esperanza sin sentido de Cornell? —. —Por
favor —le repitió, poniendo todo su sentimiento en las palabras—. —Tienes
razón, no lo puedo permitir —contestó Sylasa al rato, para después
estirarse y volver a colocar la pierna de Cornell sobre la mesa—. Quédate
—dijo con frialdad, al tiempo que volvía a apoyarle las manos en el
pecho, esta vez con fuerza—. La
sensación de traición iba recorriendo la mente de Cornell mientras
recostaba la cabeza y de nuevo contemplaba sin esperanzas el rústico
cielorraso. Algo
después de un minuto se abrió la puerta y entró Boragger con los
medio-duendes que horas antes habían llevado a Cornell a la habitación.
El jefe de guardias saludó a Sylasa con un gruñido y miró de cerca al
cayaboreano que estaba encima de la mesa. Una sonrisa se abrió paso en su
curtido rostro. —¡Qué
bueno! —dijo Boragger—. C’traeh dejó algo para nosotros. Tras
decir eso, tomó a Cornell de los hombros, lo levantó y lo arrojó en los
brazos de los medio-duendes que lo esperaban abiertos. —Llévenlo
de nuevo a la celda. Sylasa, ven conmigo. Los
guardias sacaron a Cornell de aquél cuarto, con las piernas a la rastra y
la cabeza que le daba vueltas. No veía con claridad, había demasiado
movimiento, demasiada confusión. Sólo una vez fijó la vista en algo: en
la mirada de Sylasa, que lo seguía de cerca.
SECCIÓN 2
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