(1) "El llamado del dragón, Parte I" (2) "El llamado del dragón, Parte II"
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por Marc H. Wyman y Chris Bogues (traductor: Guillermo Luis Pereyra)Sección 1 / Sección 2 / Sección 3 Mientras
volvían, habían pasado delante de la sacerdotisa, que seguía estudiando
el manuscrito, y que los miró con atención, mas, al notar que Barandas
le devolvía sin disimulo una mirada lasciva, se puso seria y volvió de
inmediato al papiro. Pero
ahora el hechicero se dejaba caer en una silla de mimbre que estaba cerca
de la ventana, protegida con barrotes, estirando las piernas con
comodidad. —Una
vez, seguro, ¿pero dos? Vamos, Cornell, no es tan difícil contar hasta
tanto. —Dos
—insistió el cayaboreano, y se paró amenazante delante del
hechicero—. Por lo del santuario y, además, me hiciste echar de lo de
Tangrain. Y ahora vas a decirme qué haces aquí. Vas a contarme exactamente
por qué estás tras ese guantelete, y qué es. Barandas
se encogió de hombros. —Es
mágico, ¿no alcanza con eso? Los modayreanos fabrican cosas excelentes.
Por eso estás aquí, ¿no es verdad? ¿Buscas una nueva espada mágica,
que esta vez no tenga atrapada un alma en su interior? —No
me distraigas —el recuerdo de ese hecho particular era demasiado
desagradable: andar a las corridas y pelear contra una espada que él
sabía contenía el alma de su anterior dueño, un miserable duende
mercenario que era muy sanguinario para gusto de Cornell—. El
guantelete. —Está
bien, está bien —dijo el hechicero volviéndose a encoger de
hombros—. Es resucitador. Si hay alguien muerto desde hace dos o tres
horas, el guantelete le captura el alma y la hace volver al cuerpo.
También cura las heridas más graves. —Mientras decía esto, su mirada
ganaba en intensidad, que lo sacaba de su apoltronada postura corporal—.
¿Tienes idea lo que pagarían por tal servicio? —Ah
—fue el comentario de Cornell, quien se tiró en un pequeño catre
detrás de él—. Y
comenzó a pensar. Resucitador. Era magia de un poder increíble. Si bien
abundaban los rumores de que artefactos de tal clase estaban escondidos en
Gushémal, sólo Modayre contaba con la técnica para crear un objeto con
ese poder. Su valor… es inconmensurable, no sólo desde lo económico
sino también en cuanto al saber. Entonces tuvo una visión repentina: se
vio retornando a Cayaboré, no con el bastón del dragón sino con el
guantelete. (¿O ambos, tal vez?) ¡Gran Haguen, sería un regreso con
gloria! Su padre se desmayaría del orgullo, y sus superiores…
seguramente lo enviarían en otra misión los mas pronto posible, sin
siquiera darle tiempo para montar ni una vez a Tempestad. Los que, de
todos modos, era probable, teniendo en cuenta es estado de cosas en su
tierra. Suspiró y dijo: —Barandas,
¿qué te hizo creer que Tangrain se desprendería de este guantelete bajo
cualquier concepto? ¡Y sobre
todo sin dinero! Te puedes jugar tu angurrienta cabeza a que él conoce
igual que tú el valor del guantelete. —¿Y
quién —inquirió Barandas con una sonrisa— dijo que yo esperaba que
lo tramado iba a llegar a buen puerto? A
Cornell esta revelación le cayó de sorpresa. Miró de más cerca el
rostro de su amigo y notó que su expresión taimada se había hecho más
patente. Y cayó en la cuenta. —Lo
único que querías era conocer el lugar para ver dónde está el
guantelete. Tantear las medidas de seguridad. El
hechicero ya sonreía descaradamente, y con una mirada de “yo no fui”.
—¿Y
tú, Cornell, no eres ladrón? ¿Y acaso a mí
los apelativos me han detenido alguna vez? —Supongo
que Ylvain no tiene idea de que lo usas. Una
expresión de amargura se apoderó de Barandas. —Has
hablado con él. ¿Crees que hay algo
que este hombre no sepa? Se me hace que él quiere usarme a mí para conseguir el guantelete y poder estudiarlo. Que lo recupere no es algo en lo que pueda pensar. La
academia tiene un museo de objetos mágicos espléndido. Y muy bien
custodiado. Cornell
asintió. Hasta el momento las palabras de Barandas tenían lógica, y
expresaban la primera razón que lo había traído a la academia. Quizá
haya estado planeando robar algo de ese museo, o comprarlo de alguna
manera. —Todavía
sigues pensando en robar el guantelete, después de toparte con los
hombres de Tangrain. —¡Sobre
todo tras toparme con ellos! —dijo Barandas saltando de su asiento—.
¿Que van a tratar de matarme? ¡Por las mareas de la magia, voy a conseguir ese guantelete! ¿Estás en ésta? —¿Cómo?
¿Por qué tengo que ayudarte? —¡Porque
conoces el lugar mejor que yo! Y tendrás una buena parte: sabes que nunca
me olvido de los amigos. Aparte de ello, podríamos darle un vistazo a lo
que andas buscando por allí. Cornell
entrecerró los ojos. —No
tienes ni idea de lo que busco. Y no te debo nada. —¿En
serio? —inquirió divertido Barandas—. ¿Recuerdas lo del dragón
alado horadador? Sin no hubiera sido por mí, ahora le estarías dando de
comer a los gusanos. —¡Y
si no hubiera sido por mí, ahora tendrías una saeta clavada en la
garganta! —retrucó Cornell—. —Bueno,
está bien, no vengas conmigo —dijo el hechicero encogido de hombros—.
Será más difícil, pero es lo que yo ya pensaba. Tranquilo,
fue a un cajón ceniciento ubicado en un rincón, lo abrió y sacó una
túnica negra y lustrosa, además de unos objetos cuidadosamente envueltos
con un trapo. Lo cerró y coloco todo encima de él. Cornell
lo miró asombrado. —¡¿Vas
a tratar de entrar ahora, a plena luz del día?! Barandas
frunció el ceño. —Así
que crees que tengo menos inteligencia que un burro. Por supuesto que voy
a esperar hasta esta noche. Igual, tengo que preparar algo de magia, y eso
va a llevar algo de tiempo. ¿Te interesa mirar? —dijo sonriendo con
sorna, sabiendo muy bien lo poco que le gustaba la magia a Cornell: había
que usarla si estaba disponible, sí, ¿pero agradarle?,
en absoluto; por lo que el hechicero esperó contento hasta que su amigo
se levantara del silla y enfilara hacia la puerta antes de continuar—. Bueno, no quisiera impedirte que vayas corriendo hacia Ylvain
de nuevo. ¡Pásala bien! Cornell
se detuvo en seco, lo miró enfadado y se tiró en la silla de mimbre.
Los
dos primeros objetos que Barandas sacó de su envoltorio no eran para nada
fuera de lo común: un par de botas de cuero y bolitas de algodón.
Balbuceó unas palabras mágicas, sacó una daga y se dio un suave
pinchazo en el dedo mayor. Derramó las gotas de sangre sobre el algodón
sosteniendo las bolitas cerca de la herida unos instantes hasta que se
cerrara el tajo. Lo que le llamó la atención a Cornell que el algodón
se humedeció mas no se volvió rojo por la sangre. Barandas
silbaba desentonadamente mientras frotaba entusiasmado las botas con el
algodón. —Por
si estás intrigado, estoy creando una capa mágica alrededor de las botas
que hace las veces de algodón y que silencia los sonidos. Es la sangre la
que une la capa con las cualidades del algodón, y por eso me conviene
pasarla por la suela en forma pareja. Arrojó
las botas al suelo sin cuidado alguno. Pero con cuidado colocó las
bolitas de algodón aparte antes de desenvolver más objetos: un par de
guantes, ajo y un pequeño ídolo de metal, que se parecía a un alreu con
manos grandes. —Me
encanta esto —dijo Barandas con una amplia sonrisa—. Lo encontré
aquí, en una de las bibliotecas de la academia. Imagínate, tiene una
biblioteca entera dedicada a los alreus. La idea asusta, ¿no? Mucha
atención para los hombrecillos ladrones… Cornell
permaneció callado. Tenía sus propias reservas acerca de los
hombrecillos de 90 centímetros de altura, famosos por su infinita
curiosidad y destreza en hacerse de los objetos que les provocaban tal
curiosidad. Mas la sonrisa del hechicero delataba que conseguiría un
efecto espectacular a partir de esto. Y
así quedó demostrado cuando Barandas aplastó el ajo con el ídolo.
Murmuró unas pocas palabras en un lenguaje ríspido, que Cornell supuso
era la lengua alreu,; el ídolo se cubría con un destello siempre que
tocaba el ajo. El hechicero pasó el resto del ajo sobre él, cubriéndolo
en forma pareja. Se colocó los guantes y se pasó el ídolo entre las
manos cual cilindro. —No
me digas nada —murmuró Cornell—. Tus guantes ahora tienen el poder de
repeler a cualquiera que ande cerca. El
hechicero negó con la cabeza. —Una
linda idea, pero no creo que tenga la fuerza para un hechizo como ése. El
ajo es sólo el medio; no tengo la menor idea de por qué tiene que ser
ajo. Probé con cebollas, incluso con sangre, pero no se produce efecto
alguno. Excepto el olor. Que, a propósito, no hay aquí. Sostenía
en alto las manos cubiertas con los guantes, mas Cornell no tenía
interés en averiguar si la afirmación era verdadera. —Déjame
mostrarte lo que pueden hacer los guantes ahora —prosiguió Barandas—. Colocó
una mano en alto sobre la pared. ¡Acto seguido se levantó con esa mano!
El guante se quedó bien adherido a la pared, al igual que el otro cuando
Barandas lo colocó unos 15 centímetros encima del anterior. Movió el
primero sin problemas y seguió subiendo aún más hasta quedar colgado
justo debajo del cielo raso y mirar con gesto triunfante a Cornell. —¡Esto
es diversión, amigo mío! ¡Escalar muros de la manera más fácil!
—dijo, y se soltó de la pared, cayendo sin inconvenientes sobre sus
pies, tras lo cual le dio una ojeada orgullosa a los guantes antes de
dejarlos al lado de las botas—. Lo mejor es que estas dos cosas tienen
aún más fuerza de noche. Los líquidos tienen que penetrar la tela, como
te imaginarás. Y ahora el toque final…” Pronto
desenvolvió el último objeto, que resultó ser un simple cordel
amarillo. Apenas un trozo de cuerda. Pero Barandas la manipulaba con
cuidado al envolverse la muñeca con ella. —No
te equivoques —advirtió, sin siquiera molestarse en fijarse en cómo su
amigo levantaba una ceja —, se trata en realidad un artefacto antiguo.
Estaba dentro un impresionante aparato de vidrio que, eh, sus anteriores
dueños creían que era el verdadero artefacto. Mi humilde descubrimiento
fue que la cuerda es la parte más antigua, de más de mil años. Pero por
qué, pensé, conservarían un trozo de cuerda si no es que ese simple
cordel el que contiene la verdadera magia. —comentó, y le dio un suave
tirón asintiendo con satisfacción—. Les di a los dueños cincuenta
piezas de oro, y creyeron que era retardado. Bueno —continuó, mientras
pasaba la muñeca por las
botas y los guantes, tras lo cual comenzó a salir un suave destello
púrpura de la cuerda, que se hacía más intenso cuanto más se la
acercaba a los objetos mágicos—. Igual, no creo que sea retardado. —Eres
pura moralidad. El
hechicero giró la cabeza, sonrió y asintió. —Sí
que tienes autoridad en eso —reconoció Barandas—. Ya viste mis
preparativos. ¿Qué dices, Cornell, no quieres ser parte de esto? O tal
vez podrías decirme lo que buscas que yo te lo consigo. Ahora
le tocaba a Cornell mirar agriamente. Los preparativos de Barandas
realmente parecían ortodoxos. No sería un hechicero poderoso, pero
siempre había sido cuidadoso. Tal vez, reflexionó, esta era en serio una
buena oportunidad para recuperar el bastón del dragón… tal vez mejor
que su plan primitivo de hacerse pasar por bárbaro. —Ganaste,
amigo mío. —Dame
tus botas —sonrió socarrón Barandas—, dejé mojado el algodón para
ellas.
La
casa de Ceravin Tangrain estaba bien guarnecida. Y en no menos mejor
ubicados estaban los centinelas mágicos que detectaban los movimientos.
Dispuestos en forma pareja a lo largo del muro exterior, invisibles a los
ojos, dejaban pocos puntos fuera de su alcance. Merced a la cuerda, sien
embargo, no le llevó mucho a Barandas hallar uno de estos puntos, en los
que el cordel dejaba de destellar. Cornell
estaba atento por si aparecía algún guardia mientras el hechicero rápidamente
escalaba el muro con la ayuda de sus guantes mágicos, abría una ventana
del tercer piso con una ganzúa común y corriente e ingresaba en el
edificio. Momento después, lanzó una soga, que sostuvo fuerte mientras
trepaba Cornell. —¿Dónde
estamos? —susurró Barandas después que su amigo hubo entrado—. Estaban
en una habitación pequeña con un sofá elegante, una mesa baja
y una pintura en al pared, que ninguno llegó a reconocer en la luz
mortecina. —Le
dicen “sala de lectura” —explicó Cornell tras pensar un momento—.
En la época del padre de Tangrain había muchos visitantes, por lo que oí.
En el tercer piso estaban los aposentos de los huéspedes, además de
habitaciones como ésta para su entretenimiento. Es probable que se viera
el océano desde aquí, antes de que se levantaran los otros edificios. —Bien.
¿Y ahora adónde vamos? No creo que Tangrain tenga el guantelete en el
salón con toda la mercancía. Cornell
asintió. Ni tampoco estaría allí el bastón del dragón. A menos que
hubiera otros aparte del que había usado Boragger, lo más probable era
que el arma se hallara en su habitación, que estaba en el segundo piso,
al lado de los aposentos de Tangrain. Los otros guardias tenían las
habitaciones en este piso, pero Tangrain quería al jefe de guardia
siempre cerca. No es mala idea. Pero en el segundo piso estaba de ronda un
buen número de guardias por la noche, a los que a veces controlaba
Boragger. Aquí habría, a lo sumo, dos o tres, sin contar a los que podían
llegar a abandonar inesperadamente sus habitaciones. —En
el piso de abajo vive Tangrain. Tras
el sí con la cabeza del hechicero salieron lentamente del cuarto. Cornell
estaba maravillado con cómo la magia silenciaba le sonido de sus botas,
sin importar que las suelas tendrían que haber hecho ruido en el piso de
madera del corredor que con cuidado transitaban. No había señales de
guardias. Cada tanto Barandas ojeaba la cuerda para cerciorarse si había
magia cerca, quizá guardias. El cordel permanecía oscuro. Cornell
no pudo evitar sonreír cuando pasaron delante de la puerta del que hasta
esa misma mañana había sido su cuarto. Le habían permitido mudarse recién
tres semanas antes, tras un arduo proceso de presentación de sí mismo y
sus habilidades para el combate ante los guardias de Tangrain. Tanto
trabajo, y si el intento de hoy hubiera salido bien, tampoco se habría
molestado. Al
acercarse a la escalera, la cuerda comenzó a brillar. —Maldita
sea —murmuró Barandas—. —No
puede ser movimiento —razonó Cornell—. De lo contrario dejaría de
brillar cada vez que un guardia común pasa de largo. Quizá sea alguno de
los centinelas mágicos que alejan a los intrusos. El
hechicero se encogió de hombros impotente. —Podría
ser, pero no tengo cómo saber. Cualquier clase de magia activa el
destello siempre que se bastante fuerte —mas lo que no mencionó
Barandas fue el hecho de que la magia de sus propios guantes era muy débil
para que la detectara la cuerda—. Tendremos que hacer la
prueba. Con
más cuidado que antes, Cornell comenzó a bajar. No hubo gritos de alarma
ni se produjeron ruidos mágicos cerca de ellos. Seguido por el hechicero,
Cornell pronto llegó al segundo piso, y se detuvo. El
piso estaba bastante bien iluminado con antorchas mágicas de Modayre;
unos metros más adelante había un guardia de pie, que miró para el lado
del guerrero. —¿Nych?
—exclamó asombrado el hombre—. ¿Acaso el viejo buitre no te mandó a
tomártelas de aquí? Cornell
trató de respirar con calma, y aprovechó para decir en silencio una
oración de agradecimiento a los dioses por tener puesto todavía los
ropajes de bárbaro. No menos agradecido estaba por el hecho de que
Barandas se quedó duro no bien oyó la voz del guardia. —Sí
—respondió Cornell, y con confianza se acercó al guardia—. Me había
olvidado unas pertenencias. ¿Acaso hay algún problema? El
guardia negó con la cabeza y se rió ante la beligerancia del supuesto bárbaro.
—No
te preocupes, Nych. Mientras no te vean ni el viejo buitre ni Boragger
todo está en orden. —¡¿Qué
fue eso?! —gruñó Cornell de repente—. Giró
la vista preocupado hacia la escalera, al igual que el guardia, que no
alcanzó a ver cómo Cornell levantó el brazo para después tomarlo por
el cuello y apretarlo con fuerza. De la boca del guardia no salía sonido
alguno, ya que el cayaboreano no lo dejaba respirar. Después de unos
instantes el cuerpo del hombre quedó flácido, mas Cornell lo siguió
tomando fuerte un poco más, a fin de asegurarse de que no estuviera
simulando, y después lo puso con suavidad en el suelo. —Barandas
—susurró—. El
hechicero pronto se juntó con él, vio lo que había ocurrido y de
inmediato sacó una cuerda y un trapo de una delgada mochila, con lo que
ataron y amordazaron al guardia, y, acto seguido, entre los dos lo
metieron en un rincón oscuro. —Es
una lástima que no haya armarios —se quejó Barandas—. Así lo van a
encontrar más que rápido, me parece. —Esperemos
que no —contestó Cornell—. No tienes ninguna magia para ocultarlo, ¿o
sí? Barandas
puso los ojos en blanco exasperado —Si
la tuviera, la habría usado para ocultarme yo
primero —refunfuñó—. —Eso
—dijo con calma una voz desconocida— no hubiera servido de nada,
hechicero. No se muevan. Instintivamente
los dos hombres se dieron vuelta, y se quedaron helados cuando una rayo
pasó entre ambos. En
el corredor, justo donde había estado el guardia, se hallaba Boragger,
que, con gesto intimidatorio, sin mencionar que los ojos le brillaban de
alegría al ver otra vez al supuesto bárbaro en estas circunstancias, les
apuntaba con un bastón de dragón. —¿No
te sirvió de nada lo que te enseñó la señorita, Nych? —dijo socarrón—.
Arrojen las armas. Con cuidado, hechicero, te estoy vigilando. A
Cornell se le quedó en la garganta una tremenda risotada. ¡Como si
Barandas hubiese podido largar una bola de fuego! Parecía que le calaba
la cabeza la negrura del cañón del bastón, el mismísimo objeto que lo
trajo a y que ahora también sería el objeto que representaba su fin. Estaban
atrapados y no había visos de escapar. No
todavía. CONTINUARÁ
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